Arguedas: Una carta de amor
Un orgullo nuevo me quemaba. Y como quien entra a un combate empecé a escribir la carta: 
"Usted es la dueña de mi alma, adorada niña. Está usted en el sol, en la brisa, en el arco iris que brilla bajo los puentes, en mis sueños, en las páginas de mis libros, en el cantar de la alondra, en la música de los sauces que crecen junto al agua limpia. Reina mía, reina de Abancay; reina de los pisonayes floridos; he ido al amanecer hasta tu puerta. Las estrellas dulces de la aurora se posaban en tu ventana; la luz del amanecer rodeaba tu casa, formaba una corona sobre ella. Y cuando los jilgueros vinieron a cantar desde las ramas de las moreras, cuando llegaron los zorzales y las calandrias, la avenida semejaba la gloria. Me pareció verte entonces, caminando solita, entre dos filas de árboles iluminados. Ninfa adorada, entre las moreras jugabas como una mariposa...".

Pero un descontento repentino, una especie de aguda vergüenza, hizo que interrumpiera la redacción de la carta. Apoyé mis brazos y la cabeza sobre la carpeta; con el rostro escondido me detuve a escuchar ese nuevo sentimiento. 

¿Adónde vas, adónde vas? ¿Por qué no sigues? ¿Qué te asusta, quién ha cortado tu vuelo?" Después de estas preguntas, volví a escucharme ardientemente. ¿Y si ellas supieran leer? ¿Si a ellas pudiera yo escribirles? Y ellas eran Justina o Jacinta, Malicacha o Felisa; que no tenían melena ni cerquillo, ni llevaban tul sobre los ojos. Sino trenzas negras, flores silvestres en la cinta del sombrero... 
Si yo pudiera escribirles, mi amor brotaría como un río cristalino; mi carta podría ser como un canto que va por los cielos y llega a su destino." ¡Escribir!.

Escribir para ellas era inútil, inservible. "¡Anda; ¡espéralas en los caminos, y canta! ¿Y si fuera posible, si pudiera empezarse?" Y escribí:
"Uyriy chay k'atik'niki siwar k'entita...".

"Escucha al picaflor esmeralda que te sigue; te ha de hablar de mí; no seas cruel, escúchale. Lleva fatigadas las pequeñas alas, no podrá volar más; detente ya. Está cerca la piedra blanca donde descansan los viajeros, espera allí y escúchale; oye su llanto, es sólo el mensajero de mi joven corazón, te ha de hablar de mí. Oye, hermosa, tus ojos como estrellas blancas, bella flor, no huyas más, ¡detente! Una orden de los cielos te traigo: ¡te mandan ser mi tierna amante...!"

Esta vez, mi propio llanto me detuvo. Felizmente, a esa hora, los internos jugaban en el patio interior y yo estaba solo en mi clase. 

No fue un llanto de pena ni de desesperación. Salí de la clase erguido, con un seguro orgullo; como cuando cruzaba a nado los ríos de enero cargados del agua más pesada y turbulenta. 

(Ernesto, el niño protagonista de "Los Ríos Profundos de José María Arguedas", intenta escribir una carta por encargo y termina descubriendo su amor andino).