Eran las ocho y media de la noche cuando la neblina se apoderó del escenario en el Gran Teatro Nacional. Afuera la llovizna golpeaba el exterior del recinto y todas las puertas permanecían cerradas. No obstante por algún lugar la mística del invierno se había colado y el denso aire envolvía al público mientras la música emanaba detrás del telón.

Con una explosión calculada los sonidos empezaron a acariciarnos el rostro y sentimos cómo el frío se deshacía entre nuestros dedos. El motor estaba encendido, las puertas ya estaban aseguradas, el viaje acababa de empezar. Sobre el escenario Lucho Quequezana se movía hipnotizado por la música que producía su quena y todos los instrumentos de la banda Kuntur cantaban con él. 



El engranaje era impresionante de ver. Pese a ser parte de la banda, el músico no perdía el control ni un solo momento. Era parte del escenario y confabulaba para enmarcar la presencia del sonido por sobre todas las cosas. Todos estábamos embarcados, las orillas de la ciudad desaparecían lentamente.

Lo que pasa es que Quequezana tiene el carisma suficiente para conducir el viaje propuesto. Realmente no hay interrogante que pueda enfrentarlo. Fue recién cuando terminó el concierto y me subía el cierre de la casaca hasta el cuello que recordé que debía escribir algo concreto sobre todo el espectáculo. Mientras tomaba un taxi de regreso a casa una pregunta buscaba respuesta en mi cabeza: ¿qué género toca Lucho?

Obviamente la pregunta no tenía sentido, formularla era producto de una necesidad limitada que debió haber quedado extinta cuando, tras culminar el primer tema, el compositor se dirigió a la audiencia para anunciar que el camino ya estaba trazado, que todo estaba bien, que íbamos con dios, que la música era la copiloto. Quequezana tiene un idioma propio y universal.

El concierto tenía un mensaje muy claro: el mestizaje no tiene por qué ser violento como cuenta nuestra historia. Lucho quiso dejar esto muy en claro. Cuando los instrumentos dejaban de sonar rápidamente daba una clase ante los ávidos alumnos que ilusamente se llamaban a sí mismos "audiencia". Ninguno fue a presenciar cómo ocurría todo, todos fuimos parte del evento. Todos salimos de ahí conociendo más de aquello que hemos heredado: nuestros sonidos.

Cabe meter un párrafo más aquí para decir esto: Lucho Quequezana me ha demostrado que no es el género el que importa, sino el sonido. Las posibilidades musicales se enriquecen en demasía cuando tus intereses son múltiples y tu intención una sola. Sí, Lucho es tan peruano como sus instrumentos y sus instrumentos son los verdaderos vehículos, un transporte que nos pertenece a todos.

Difícil resaltar una sola parte del concierto pues cada parte se apoderaba del escenario de una manera distinta que la anterior. Queda para el recuerdo el impresionante dúo entre Ernesto Hermoza y Gigio Parodi. El primero es el mejor guitarrista de ritmos afroperuanos y el segundo es un maestro de la percusión. Ambos se enfrascaron en un diálogo de ritmos y sonidos que podrían haberse apoderado de todo el espectáculo y nadie se hubiera quejado.

Otra idea que vino a mi cuando llegué a mi casa y repasé cada uno de mis breves anotaciones (hechas a oscuras y totalmente instintivas) fue que Quequezana se esmera por contar la historia más sincera que tiene: su amor por la música. Durante el concierto no solo invitó a los ganadores del concurso que organizó para que tocaran con él en el mejor escenario del país, sino que también escogió a personas del público para que puedan sentir lo que él siente. Un hombre aprendió a tocar zampoña, un guitarrista amateur se apoderó del charango y un adolescente cajonero tocó al lado del maestro Parodi.

"Todos podemos hacer música porque la música es nuestra" fue la bandera que agitó nuestro compositor al momento de despedir el concierto. Estoy seguro que no soy el único que salió sonriendo de la sala pues todos bailamos hasta que la música culminó.

Mira su presentacion completa en su Gira Japon 2014.